viernes, 16 de diciembre de 2016

DIRECTO A LA HISTORIA


Muhammad Ali nació para trascender, para volar por encima del cuadrilátero y asestar un golpe a la lógica y al orden establecido. Por eso estiraba las cuerdas ante Foreman en el 74, porque el ring se le quedaba pequeño para acallar tantas dudas mientras volvía a respirar libertad. Decir 'NO' a una de las guerras más impopulares del Siglo XX coartó el mejor momento de su carrera, pero fue el origen de su mística. Antes ya le había dado tiempo a revalidar el Título Mundial ante Liston en un asalto (1965), por lo que el mundo del boxeo ya estaba dominado.

Lo que empezaba a emerger entonces era una faceta de compromiso social directamente proporcional a su ascenso como deportista, algo que elevaba su estatus a nivel de referencia. Apoyar las Revueltas Negras de los 60, cambiarse de nombre y de religión o rebelarse contra ese extraño 'poder' de Estados Unidos de matar civiles, nos dejaba entrever una evidencia: este tipo no era normal. Por eso hizo siempre lo que quiso sin dejar de ganar adeptos en todo el mundo generación tras generación. Nadie le iba a decir siquiera cómo boxear, ni el mismísimo Angelo Dundee. Alí bailaba en el ring y picaba cuando le apetecía levantar -o enmudecer- el Madison Square Garden. Todo ello anticipando su victoria en rueda de prensa y confirmando después su palabra. Un profeta al fin y al cabo que, insisto, sacrificó los mejores años de su carrera para dejar en evidencia la falsa libertad de su país. Por eso tras Vietnam, utilizó el boxeo para que todo cobrara sentido.


Supo darle a Joe Frazier (el boxeador que más respetó con el tiempo) una victoria técnica (1971), así como a Woody Allen, que presenció la velada, lo que podría haber sido el guión de su segunda parte. Sí, porque a partir de ahí, los Frazier-Ali vertebraron los andamiajes de un castillo de naipes cuya solitaria carta en la cúspide siempre tuvo nombre y apellidos: George Foreman.

Que el campeón Foreman destrozara a Frazier en 1973 ponía a la crítica en contra de Alí de cara a recuperar un cinturón que siempre le perteneció. Por eso Alí volvió al principio, por eso Cassius Clay se liberó de todos sus nombres y volvió a África, al origen de su raza. Porque una vez allí y antes de empezar el Combate del Siglo, la gente sólo le conocería por un apodo: 'El más grande'. Y la realidad es que las infatigables personas que por un instante se liberaron de Mobutu y del Tercer Mundo aquella noche en Zaire, tampoco se dejaron intimidar por la lluvia ni porque Don King pusiera el combate a las 4 de la mañana. Esa noche no dejaron de gitar '¡Ali bomaye!' (¡Ali mátalo!), porque, al contrario que los expertos, confiaban ciegamente en un dios que había vuelto a la Tierra, ahí, rodeado de unas cuerdas en el corazón de África.

Una noche legendaria en la que una fuerza de la naturaleza obtuvo el acceso directo a la historia, convirtiéndose en un icono y en el mejor deportista que se recuerda. Un ascenso sobre el que mucho se ha escrito (Norman Mailer), se ha filmado (Michael Mann y Will Smith lo lograron) y se ha contado desde entonces ('When we were Kings'), no es para menos, en los Juegos Olímpicos de Atlanta 96, el mundo se plegó ante el ídolo mientras, por sorpresa, éste encendía la llama olímpica en un último combate. Sí, porque las manos temblorosas de Muhammad Alí reflejaban su lucha contra el Parkinson, una lucha de 32 años que hace unas horas ha finalizado.

¿El final?, que nadie se engañe, anoche Alí asestó un directo a la mandíbula del Parkinson, dio un paso atrás mientras observaba cómo se desmoronaba (pudiendo rematar pero sin hacerlo porque ése es su estilo), y a continuación se despidió diciendo unas últimas palabras antes de ver cómo la enfermedad caía por su propio peso: "Ahí te quedas, te he vencido y he conmocionado al mundo. Soy el Rey del planeta".

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