martes, 26 de junio de 2018

LA VIDA ETERNA SÓLO DURA UN RATO


Es como nuestra vida que cuando todo va bien, un día tuerces una esquina y te tuerces tu también. Sencillas, directas y certeras. Ahí seguían las letras de Fito Cabrales clavando sus cuchillos en corazones oxidados y escupiendo en la cara de los arrepentidos, de los que las guardamos en un cajón hace años. Sin previo aviso, sin dosificador. La perilla, las arrugas y las canciones de ese extraño ser conmemoraban dos décadas junto a los Fitipaldis, pero que nadie se engañe, demasiada profundidad hay en esa poesía de rock&roll como para negar que alcanza la eternidad del universo. Porque cuidar de las estrellas sigue siendo un buen castigo, sobre todo si uno se halla perdido entre dos mares y convencido de que se equivocaría otra vez, pero de pronto descubre que aún recuerda sin fallo todas y cada una de las frases que entona el artista.
"Dejadme nacer, que me tengo que inventar", terminó diciendo un tipo que acababa de llegar, que insistió en que el invierno había sido malo y en la eterna pregunta, la de la lágrima en la arena. Cuestiones, inquietudes y dudas resueltas situando una silla frente a 15.000 personas, mirando sus emociones a los ojos, y coloreando todas las orejas en rojo mientras construía una casa por el tejado con los acordes de su guitarra. Sí, la guitarra.
Siempre por delante, siempre de cara, escondiendo y obviando el roce de tu cuerpo durante las dos horas y media de concierto, como hiciera aquel hace 8 años.
Porque el tiempo no da para mucho más, tan sólo para frotarse los ojos y darse cuenta de que un día tuerces una esquina y te encuentras en el Wizink Center, viviendo otra vida, una que ya has vivido y que a pesar de ser eterna, sólo dura un rato.

domingo, 21 de enero de 2018

ROOKIE


El primer contacto fue en la A-6, camino de una extraña finca ubicada en Segovia y desde el desconocimiento. Sí, porque cuando el sonido de ese Peugeot de alta gama interrumpió nuestra conversación y nos adelantó severamente por el carril izquierdo, nadie se percató de quién iba dentro. No dio tiempo. Tan solo causó un breve silencio tras el que continuó la charla en el interior del coche de LaSexta y el repaso al tema del día: Entrevista a Carlos Sainz, diez de la mañana, exterior, día. 

Olvidé al instante que iba a ser mi primer cara a cara cuando llegamos a ese alejado recinto y le vimos ahí, apoyado en el mismo coche que nos pasó como un Fórmula 1 a un safety car, realizando una especie de posado. Me llamó mucho la atención (era inevitable) el polo que lucía con los infinitos logos de sus patrocinadores. Un atuendo que puede pasar por uniforme reglamentario en pilotos jóvenes, pero que en un tipo con los kilómetros de Carlos, inevitablemente, resultaba extraño. Tan anómalo como fuera de tiempo pero tan simbólico como profesional. Una escena, en su conjunto, que de algún modo le devolvía al pasado, a sus mejores años, y ese prestigio que siempre le perteneció.

Entonces un minuto bastó para toparse con la realidad. Justo los 60 segundos que tardamos en acondicionar la entrevista y en aprovechar el siempre sugestivo off the record, cuando irrumpió la experiencia de un tipo que ha disputado 196 carreras del Mundial de rallies y su manejo milimétrico con los medios. Humilde, abierto, y sencillo. Sin rehuir ningún tema. Consciente de la omnipresente percha de actualidad aparejada a su propio hijo, a Fernando Alonso, e incluso a temas menores como el fútbol. Se venía algo único, y por ello, el primer deber era una pregunta directa al jefe de prensa: ¿Cuánto tiempo tenemos?


El aspecto que más me interesaba de este personaje histórico en el planeta motor no era otro que lo poco que se ha visto sobre sus carreras desde que en 1980 se iniciara en la competición. Sí, porque todos tenemos en mente las mismas secuencias cuando hablamos de Sainz, y cuatro décadas después seguimos sin saber absolutamente nada más allá de esos planos protagonizados por barro exuberante y limpiaparabrisas activados. No encontraremos una prueba completa, ni un final como el de Alonso y Schumacher en Imola, o como el de Rossi y Márquez en Sepang. No en los rallies. Aquí el trayecto se vive anclado en la compañía o soledad que puede ofrecer un copiloto. El mismo recorrido que te lleva a romperte la cabeza para solucionar un problema mecánico en el Pirineo aragonés o en las dunas de Belén (Bolivia), y los mismos obstáculos que te pueden hacer volcar mientras una cámara fija lo capta todo, convirtiéndote en un ser inerte. Aventura, al fin y al cabo. Y sobre eso empezamos charlando en una entrevista que se desarrolló sin problemas, con un perseverante aroma a pasado, y tras la que perdí de vista al Matador entre la nube de polvo que levantó su Peugeot al salir luciendo caballos.

Le volví a ver tiempo después, entonces en el circuito del Jarama, en una entrevista programada con su hijo Carlos. Esa vez lucía una americana y habían desaparecido los sponsors. El pulcro asfalto sustituyó a la grava de aquel lejano camino en una mañana donde apenas charlamos y donde algo más había cambiado: por primera vez le vi mayor. Permaneció durante todo el evento en un discretísimo segundo plano, y entonces lo tuve claro. Se acabó. Los últimos vestigios de aquel loco que recorrió la Castellana en 2004 con su Citroën Xsara ya eran historia. También los trompos en Cibeles, el público en las calles, y como no, mi Ford Focus WRC en miniatura, para siempre, el de Carlos Sainz.
Hasta hoy.


Dicen que en el Dakar la mayor parte de las noches no se duerme, que el vehículo está antes que el piloto, y que previo al panorama hostil, lo primero que nubla la vista es el propio cansancio desde las cuatro de la madrugada. Condición llevada al límite este año con el rally más duro que se recuerda. Por eso ayer, cuando El Matador, con 55 años, clausuró la 40ª edición de la carrera más difícil del mundo sobre el techo de su coche, con los brazos en alto, imagino que volvió a cumplir un sueño.
El anhelo de su desvelo durante estas cuatro décadas. La fantasía original, la del eterno aspirante. Y por eso sus ojos se percibían cristalinos, enfundado en su mono de siempre y ataviado con esa gorra donde brillaban los infinitos logos de sus patrocinadores ante los flash de las cámaras, otra vez, junto al número 1.


Entonces dijo lo siguiente: "Aquí gané mi último rally del Mundial, en estos mismos caminos, hace ya unos cuantos años, en 2004. Y, otra vez, Córdoba y Argentina me vuelven a dar una gran alegría". Y los ojos de quienes lo escuchamos al otro lado del charco, también empezaron a lucir cristalinos. La hora de citar infortunios pasados había llegado a su fin. También incluso la de rebuscar estadísticas y logros. ¿Para qué? El dato vital que lo explica todo acababa de cobrar más fuerza que nunca.
Piensen: "Carlos Sainz, Campeón del Mundo de rally en 1990 y 1992".