Cuando
echó a rodar ese balón ayer en el estadio Da Luz de Lisboa volvía el debate
sobre si las emociones hacia el fútbol tienen una justificación lógica, sobre
cómo y por qué se siente un equipo en el corazón, sobre si merece la pena
llevar la pasión más allá de lo que es o de lo que debería ser, sobre qué
cojones es esto llamado popularmente 'deporte rey' y por qué cojones mueve
tanto dinero en forma de millones disfrazados de ilusiones.
No lo
sé, ni lo quiero saber. Lo único de lo que tengo consciencia plena es de que lo
siento. Ayer no jugaban 11 contra 11. Ayer jugaban miles y miles de personas
desde el sofá de su casa, desde la última butaca del bar o desde las cómodas
gradas de tres estadios. La realidad nos decía que el Real Madrid llevaba 12
años sin levantar su más ansiado trofeo, precisamente por ser el que más veces
lo ha disfrutado, del mismo modo que nos mostraba la intratable manera de
competir de un equipo sin las mejores condiciones técnicas, llamado Atlético de
Madrid, pero capaz de destrozar a cualquier rival precisamente por convencerse
como nadie de que eran superiores. En el pensamiento de cualquier aficionado
estuvo hasta el minuto 93 de partido, la unión mental y física que ha conseguido
el Cholo Simeone en sus jugadores, pero ALGO paró y silenció el mundo
futbolístico en ese minuto. ALGO intangible y con un cierto toque espiritual y
mágico volvió a un terreno de juego para los que lo habían olvidado o lo
querían olvidar. El corazón de Sergio Ramos voló sobre las cabezas de los
defensas rojiblancos para incrustar con una pulcritud inusitada el esférico
ante la atónita mirada del gigante Thibaut Courtois. Ahí se supo, sin protocolo
en el palco ni en ningún lugar para celebrar y gritar, ahí la realidad nos dijo
que el club más grande de la historia había vuelto del exilio para quedarse,
para erradicar cualquier vestigio de desesperanza en el madridismo, para
convertir los insultos en silencios y los silencios más profundos en gritos
desenfrenados.
Tampoco
sé que pasó a partir de ese momento, no sé por qué Ángel Di María no declinó ni
un solo segundo su máximo empuje y sigo sin explicarme cómo sirvió un
centro-chut (otro) en una prórroga de desgaste, casi entre lágrimas, para que
el Golden Boy de Cardiff nos diera la décima, tampoco sé cómo todo empezó a ser
un sueño decorado con más goles de los que era posible imaginar. Sé que 'el 7
blanco' aguantó lesionado y marcó en el último minuto. Sé que la celebración
fue un éxtasis. Sé que me quedé sin voz y mi camiseta de Benzemá despareció
entre los abrazos. Sé que hubo muchas lágrimas. Sé que fue la puta hostia, sé
que te quiero Real Madrid.
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